En busca de la ola perfecta
Era el año 2016. Estaba estudiando Psicología: el sexto pregrado que había empezado en mi larga y tortuosa carrera universitaria. Una vez más, quería renunciar. Y mis tíxs, respondiendo a una petición desesperada de mi mamá, me invitaron a su casa a tomar un chocolate.
Fui apenada, pero segura. Tenía la sensación de que ellxs ―Andrés y Gise― entendían lo que sentía, o sabían algo de la vida que me parecía importante escuchar. Cuando llegué, me recibieron con pandebonos y un chocolate espeso, amargo y, sorprendentemente, delicioso.
Hablamos de la vida. Nos contamos historias. Lloramos de la risa. Pensamos en las cosas que mueven el deseo de renunciar. En los fantasmas heredados del perfeccionismo. En todas las cosas tumultuosas que viven en los corazones de los jóvenes. Y entre conversaciones encontré un espacio de validación y honestidad. Un refugio.
Al final del encuentro, cuando ya no quedaba más chocolate, me dieron uno de los mejores consejos que he recibido en la vida. Para demostrarlo, Andrés puso el Reggae Shark en YouTube, le subió todo el volumen al computador, e invitó a Gise a bailar con él, sobre una tabla de surf invisible.
“Mari, surfea la ola”, me dijeron.
Yo no podía parar de reír.
Verlos ahí, con las manos extendidas para equilibrarse en el aire, moviéndose al ritmo de un tiburón con rastas que fuma marihuana, había iluminado una parte de mi corazón que antes estaba dormida, y a oscuras.
Desde entonces, empecé a ver las experiencias como olas. Y me empecé a asumir a mí misma como una surfista en entrenamiento. Entendí que moverme al ritmo de esa marea incontrolable de la vida era una forma de reducir el sufrimiento y de hacer crecer la alegría.
Gracias a ese consejo pude graduarme (¡por fin!) de una carrera universitaria, tener proyectos de arte significativos, y atravesar el duro proceso de recuperación del dolor físico. Y, sobre todo, pude darle un espacio de seguridad a esa voz punzante del perfeccionismo, que me dejaba petrificada, o me invitaba a desistir, cada vez que las cosas se ponían difíciles.
En el 2024 ―ocho años después de ese encuentro― vi el capítulo “Canción de cuna de agua salada: una odisea de surf”, de la serie animada “Carol y el fin del mundo”, y supe que quería intervenirlo. Quería conversar con él. Sus líneas sobre el surf me recordaron las palabras de mis tíxs: esa enseñanza que me regalaron. Y la forma en la que Carol, su protagonista, habla sobre sus viajes como surfista, me animó a escribir sobre mis propios viajes: sobre las aventuras y las olas que me han traído a esta orilla de mi vida.
Así que decidí escribir este Newsletter a cuatro manos con el guion de “Carol y el fin del mundo”: todos los textos en cursiva los copié literalmente del capítulo que les mencioné. Y decidí armar una colección de postales de las olas que he surfeado. Que me han atravesado.
Este texto es, también, una manera de agradecer por ese consejo que cambió mi forma de vivir. Y mi manera de rendirle homenaje a esa fantasmagórica necesidad de siempre estar “en busca de la ola perfecta”.
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Rayos sin fin.
Olas sin fin.
Olvidé quién era
antes de entrar al mar por primera vez.
Esa persona fue arrastrada por la marea.
Cuando estás entre las olas
eres una página en blanco.
Libre para dejar que las olas escriban en tu cuerpo
tu futuro.
Libre para ser tu yo perfecto.
Para encontrar esa ola perfecta.
Envuelta por las aguas, sostenida por ellas,
me siento en casa.
Porque cuando salgo,
justo antes de que caiga la noche,
sé que soy una persona completamente nueva.
Me he convertido en una persona completamente nueva.
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Las olas
Los humanos han estado yendo al mar para sanar sus penas desde el comienzo de la especie.
Yo empecé a ir cuando tenía unos cuatro años. No recuerdo exactamente cómo fue. Mi mamá dice que fuimos con la abuela, y que a ella le encantaba el mar. Las olas. Ahora tengo la sensación de que fue un viaje de iniciación. Después de flotar en ese gran cuerpo salado, nunca volví a ser la misma. Al regresar, decidí aprender a nadar. Y, en menos de dos años, cruzaba las piscinas con una sola inhalación. Descansaba flotando, entregada al sostén de su agua. Confiaba en su amor. No recuerdo si fue en ese momento que empecé a soñar con el mar. O nadando. Pero sí recuerdo la emoción que recorrió todo mi cuerpo de seis años, frente a la noticia de regresar a su agua salada. Las piscinas eran escenarios predecibles, libres de todo peligro. El mar, al contrario, era todo reto. Todo cambio. La obligación de enfrentarme segundo a segundo a su voluntad. A su inmensidad. Casi muero ahogada en ese viaje. Pero eso no aplacó mi deseo de fundirme cada vez más profundo en él. ¿O en ella? Cuando tenía siete, ocho, nueve, diez y once años regresé a sus olas. Siempre mejor preparada. Aprendí a caminar en las puntas de los pies. A bailar con la marea. A disfrutar de la sensación de no tener piso. A atravesar las olas rozando la arena del suelo. A saltar cuando llegaban para estar en su punto más alto. Cuando tenía doce años era una con las olas. Cuando llegaba de visita, miraba al agua de frente, la saludaba, y me hundía en ella hasta que el sol se pusiera. Varias veces tuve miedo. Estuve en mares tranquilos y cálidos, pero también en océanos helados y picados. En pozos coralinos. En aguas turbias con peces que me mordían los pies. No importaba. Nunca me salía. Volví al mar cuando tuve trece, catorce, quince, dieciseis, diecisiete, dieciocho. Renuncié definitivamente a las piscinas. Probablemente por miedo a mostrar mi cuerpo, que crecía sin mi control ni mi permiso. Pero nunca dejé de sumergirme en el mar. De entregarme a él completa. En él era liviana. Era un delfín. Una anémona. Una medusa. A los diecinueve aprendí a hacer snorkel, y cambió mi vida otra vez. Mis sueños sobre el mar se volvieron más frecuentes y vibrantes. Casi todos los días despertaba con la sensación de haber estado entre sus olas. En su silencio vasto.
De repente, dejé de visitarlo.
O mi familia dejó de visitarlo.
No fui al mar cuando tuve veinte ni veintiuno ni veintidós. Y a los veintitrés descubrí el mar en invierno: el agua en la que es imposible pasar demasiado tiempo.
Sufrí. Leí Moby Dick. Supe que tenía un anhelo urgente de volver a las olas. Que “era hora de ir al mar, tan pronto como pudiera”.
A los veinticuatro regresé a su inmensidad salada.
Fui con unxs amigxs a una playa cercana, en un carro sin frenos, juntando el poco dinero que nos había quedado de unas funciones de teatro. Comimos solo lo necesario. Y yo no pasé ni un segundo por fuera del agua. Sin mi familia, descubrí la libertad de la desnudez entre las olas. La posibilidad de sentirme una, completa, con ellas. De dejarme llevar por la marea, siempre más lejos, confiando en que no había forma de perderme. Estábamos en las playas de La Barra, en la costa Pacífica colombiana.
A los veinticinco regresé al mar con mi familia nuclear, y supe que era hora de buscar nuevas olas.
No solo lejos de ellxs, sino más cerca de mí misma.
El mar me seguía llamando.
Sabía que en él encontraría eso que me faltaba.
Así que le entregué a sus olas mis gafas favoritas para ver debajo del agua. Y les pedí que las llevaran hasta el centro del océano. Que las recibieran como una ofrenda.
Sabía que las olas me salvarían.
Me revelarían quién era realmente.
Al regresar a casa, empecé a prepararme.
Y en menos de dos años salí en busca de la ola perfecta.
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Primera ola
Empecé mi búsqueda de la ola perfecta en un lugar sin mar, pero con olas: el pequeño pueblo de San Marcos La Laguna, a orillas del gran Lago Atitlán, en las tierras volcánicas de Guatemala. San Marcos, que alguna vez fue una ciudad tranquila visitada solo por hippies nómadas, se había convertido en un destino turístico imperdible. Conocido por su salvaje escena de danzas estáticas, los turistas iban de fiesta al “Envision” o el “Embodiment”, por nombrar algunos.
Pero no estaba allí para bailar en ombligueras de crochet ni para drogarme con plantas sagradas.
-Vine aquí para conocerme a mí misma.
-[Hippies aclamando]
Tantos estadounidenses y europeos, de vacaciones, perdidos… Toda una generación de jóvenes que nunca encontraron el camino de regreso a casa. Viajeros que se negaban a crecer jamás. Todos bailando a lo largo de las orillas de piedra, bebiendo las aguas de esa mítica fuente. Agua con el poder de rejuvenecer y mantenerlos jóvenes para siempre. Mezclándole a todo un poco de cacao.
En general, el Lago Atitlán tiene un enorme potencial espiritual.
Cuando estás en el lago, siempre estás en los bajíos de tu ascensión.
Pero un día, viendo el amanecer entre sus aguas, supe que si quería encontrar la ola perfecta, necesitaba buscar más y viajar a lugares vírgenes de nómadas espirituales.
Rayos interminables.
Olas interminables.
-Meditaciones interminables.
-¡Namasté! ¡Ahó!
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Segunda ola
En la orilla del Lago, le expliqué mis problemas a Gera, una buena amiga mexicana que creía que la verdadera clave para encontrar la ola perfecta estaba en las ceremonias ancestrales. Sobre todo en el fuego sagrado, o el “Mejelem” ―en Maya K’iché. En ese fuego, me dijo Gera, podría encontrar la visión que necesitaba.
¿Era esta la respuesta que estaba buscando?
Esa misma semana, Gera me llevó por las carreteras curvas que conectan a San Marcos con el pequeño poblado de Santa Lucía Utatlán, para ver unxs abuelxs conocidxs solo como “Tat” y “Nan”. Se creía que venían de una tradición espiritual de más de 20.000 años, y habían guiado a muchos viajeros descarriados.
Tenía miedo, pero si esta era la manera de encontrar la ola perfecta, que así fuera.
[música de cuerdas dramática]
Estando allá, ante el fuego, las vi.
Eran las olas perfectas.
Y, por primera vez, me sentí unida a ellas.
Los siguientes días fueron difíciles. No podía sacarme de la cabeza la visión de esas olas perfectas.
Esa visión se arrastró dentro de mi ser
y empezó a afectar mi sueño.
Así que partí hacia el único lugar donde sabía que podía hacer realidad lo que había visto.
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Tercera ola
Empacar para este tipo de viaje es extremadamente importante. Debes ser inteligente y empacar con un propósito. Y, para mí, eso significa llevar al menos dos tipos de libretas, dos pares de gafas para ver debajo del agua, una toalla grande de microfibra, la cámara profesional, una hoja de damiana prensada, un libro de Rumi sobre el amor, una fotografía de la leyenda del cacao Keith Wilson, varitas de copal ―mínimo diez―, una linterna de carga USB, repelente, tótem misterioso, un conjunto de short y camisa con serpientes,... Y la voluntad de dejarlo todo por la borda y aceptar adónde te lleve la vida.
En la visión del fuego supe que tenía que visitar la ciudad de Los Ángeles, en el sur de los Estados Unidos.
Pude haber llegado en avión. Llegar en avión evita a los viajeros la brutal travesía a través del Desierto de Mojave. Pero también los priva de sus olas desérticas. Un mar de dunas congelado en el tiempo.
No podía haber ido a ese viaje sin dejarme caer. Mi vida se había empezado a derrumbar con la visión de las olas. En pocos días había renunciado a la vida que llevaba. Quería correr libre por el desierto. Purgarme el corazón contra las espinas de los cactus.
Así que decidí aterrizar en Las Vegas, y llegar por tierra a Los Ángeles.
Era invierno.
Y entre sus luces de neón y réplicas de monumentos, hice mi peregrinaje.
Mientras atravesaba el Mojave, conocí a Ames. Había escuchado de ella. Era la hija de mi maestra de escritura intuitiva, la gran Debbie Balcome, de Canadá. Juntas habían vivido en San Marcos. En aquel entonces Ames era una buscadora de olas aún más grande que yo. Meditaba al amanecer los siete días de la semana, lloviera o hiciera sol. Luego lo había abandonado todo. Cuando le pregunté por qué, me quedó claro que no quería hablar de eso. Me pareció bien. Para algunos, la obsesión llega a ser demasiado. Puedes perderte en ella hasta que sea todo lo que te quede.
Pase lo que pase con Ames, creo que necesitaba poner un desierto entero entre ella y las olas.
Ahora se dedica a comercializar piezas de vidrio soplado.
Cuando ella me preguntó cómo estaba, le hablé de mi visión. Los libros, el mar, la ola perfecta. Ella simplemente se rió.
Debería haber sabido que no tenía que mencionarle el evangelio a un ateo.
Un día después de eso, Ames desapareció, cargando con cinco maletas, rumbo a Colorado.
Adiós, Ames.
Gracias por el collar de vidrio.
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Cuarta ola
Los Ángeles es una ciudad costera que no es exactamente conocida por su falta de nómadas espirituales. Es conocida por sus olas de turistas, por albergar las esperanzas de millones de personas que sueñan con vivir del arte, y por sus movimientos culturales que derivan en sectas religiosas. Pero cuando es invierno, todo cambia, transformando esa enorme metrópolis en uno de los lugares ideales para encontrar olas de verdad.
Cuando llegué, había un aviso de una gran ola de frío.
Más frío del que se suele permitir para nadar.
Las playas estaban cerradas.
Aún así, se veía el mar desde todos los puntos de la ciudad.
Era como mi visión.
El mar.
Los libros.
Sabía que estaba cerca.
Mi tía Ana María me había recibido en su casa, con su esposo Daniel. Pasamos días hablando de las culturas ancestrales. De los legados de la academia. De los caminos que unx elige para sí mismx. Ellxs también habían salido en busca de su visión. De su ola. Sabían de qué estaba hablando.
Estando en su casa también había pasado horas hablando con Andrea, mi prima, sobre las complejidades de la vida creativa, la migración, y la imagen que una tiene de sí misma.
Una noche, junto a ella, mirando las olas desde el muelle de Santa Mónica, me pareció de súbito más claro: Quería apostar por mi escritura. Creer en ella. Vivir de ella.
Entonces lo escuché.
Los retumbos de una ola en construcción.
Una idea: tener una beca por trabajar como profesora asistente, enseñando español en Estados Unidos, para cursar una maestría en Escritura Creativa. Así podría dedicar mi vida a escribir. A recorrer librerías, museos y jardines. Podría hacer parte de las escuelas más prestigiosas del mundo. Acceder al cerrado círculo editorial estadounidense.
¿Era esta la ola por la que estaba esperando?
[ola rompiendo]
[truenos retumbantes]
[latidos del corazón]
Todo era borroso.
En un momento estaba viviendo mi visión,
y al siguiente...
[golpeteo de la lluvia]
[suena música coral suave]
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Quinta ola
Mi búsqueda de la ola perfecta continuó en la Toscana.
Para llegar a ella tuve que cruzar el océano entero. Y saltarme lo de las olas por completo.
Estaba allá por una razón diferente.
Para visitar a Cornelia, una famosa escritora y mentora de jóvenes artistas.
Estando en su casa me imaginaba a mí misma como un lobo. A los textos como un cervatillo. Me imaginaba un jabalí, corriendo por las laderas, queriendo cazar una metáfora. Todas las noches las soñaba. Pasaba el tiempo observándolas, devorándolas, aprendiendo de ellas.
[Aullido]
Estando en La Fraggina, en su casa, conseguí terminar un libro. Lo traduje en tiempo récord, gracias a la Inteligencia Artificial.
Elegí encarar mi peor miedo: la lectura en voz alta, de la mano de Raquel, Laura y Adolfo, quienes me habían dejado ver sus preciosos corazones a través de sus correos electrónicos y creaciones.
Practiqué cuatro veces al día para la lectura final. Dos más de lo habitual.
Antes de darme cuenta, estaba lista.
Mentiría si dijera que no estaba nerviosa.
Momentos como este te recuerdan lo pequeña que eres en realidad.
Solo una mota de arena en el océano.
Fue una sensación increíble. De puro poder. Pura fuerza. Por un momento creí haber encontrado la sensación que estaba buscando.
[Aullido]
Pero cuando se lo leí a Cornelia, supe que no la había conseguido.
La búsqueda tenía que continuar.
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Sexta ola
Tomé mis cosas, me despedí de mi mentora y mis amigxs, y me fui con Raquel de viaje. Vagamos por Italia, discutiendo de política, hablando de filosofía y debatiendo diversos temas que van desde el amor, la vida y nuestras observaciones sobre el mundo de las publicaciones independientes. Hablamos del vino y de las virtudes de la uva exprimida en viejos toneles de madera. Cenamos con pizzas y los mejores gelattos que he probado en mi vida.
Pero tan pronto como comenzó nuestro viaje por Italia, terminó.
El sol había salido y yo estaba en camino, emprendiendo mi viaje en busca de la ola perfecta.
Arrivederci, ferias de fanzines.
Arrivederci, querida Raquelita.
[Viento aullando]
En las aguas de Austria dejé como ofrenda unas piedras que había recogido en el Lago Atitlán, y una hoja de damiana prensada que llevaba desde casa.
Solo pude estar un par de horas en las playas de Barcelona. Pero me llevé un recuerdo que duraría toda la vida.
Considerándolo todo, unas buenas semanas.
Aún así, algo estaba mal.
Me había perdido.
Cuanto más viajaba, más podía sentir que se me escapaba.
¿Había existido siquiera la ola perfecta?
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Séptima ola
En San Marcos me reencontré con mis pertenencias. Pero esos objetos ahora me parecían extraños. Los efectos personales de un extraño. ¿De quién eran esas libretas? De una extraña que creía en la ola perfecta.
Fue en las costas del Lago Atitlán donde me di cuenta de que escribir no era para mí.
Quizás podría aprender un oficio, como Ames.
Quizás podría hacer piezas de vidrio soplado.
A todo el mundo le gusta el vidrio soplado.
Un vaso.
El regalo perfecto para cualquier ocasión.
Simplemente sabía que era hora de seguir adelante.
Estaba a punto de dejarlo todo atrás cuando, como un espejismo, apareció una figura. La reconocía de alguna parte. ¿Pero dónde? ¿Dónde la había conocido? Entonces me di cuenta. Era Keith. Mi viejo maestro del Cacao. ¿Con algún tipo de vestido? Inmediatamente reconoció la desesperación en mis ojos y me preguntó qué pasaba. Mientras perdía y perdía el conocimiento, le conté sobre mi búsqueda, y sobre cómo había fracasado estrepitosamente. Dijo que conocía el camino.
"Te mostraré tus olas perfectas".
"Gracias", dije. "Pero ya no creo en eso".
"Solo necesitas un día de viaje al corazón del bosque de cacao".
Al principio fui cautelosa. Estaba borracho y la bata que llevaba puesta resultaba aún menos tranquilizadora. Sin embargo, había algo en sus ojos que me hizo querer confiar en él. Entonces lo seguí hasta el corazón de la selva de Guatemala. No había rastro, ni señales, ni orden. Solo estaba siguiendo la brújula dentro de su mente. “El susurro de un espíritu”.
La selva era implacablemente fértil.
[Moscas zumbando]
Hacía calor, humedad y todo estaba lleno de mosquitos y plantas venenosas. La selva no nos quería allí y luchaba contra nosotrxs. [Pájaros de la selva cantando] ¿Qué había hecho? ¿Realmente había seguido a un extraño hacia esa violenta obscenidad? ¿Él siempre había creído con tanto fervor en las teorías de conspiración?
En un momento se volvió y dijo: "El espíritu del Cacao está ahora con nosotros".
Esperaba por Dios que tuviera razón.
Aún así, el rumor del mar se quedó a lo lejos.
Tuvimos que devolvernos de urgencia a San Marcos.
El corazón de Keith no podía soportar ni un solo viaje más de iniciación o autodescubrimiento.
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Octava ola
Decidí volver a Colombia y seguir el llamado de la selva. Ya no creía en la ola perfecta, pero había visto en los ojos de Keith algo que me parecía cierto. Era lo mismo que había visto en el fuego. Lo que había estado buscando. Cada vez se hacían más borrosas las imágenes de las olas, y crecía en mi interior el deseo de perderme entre árboles. De convertirme en gato montés. De recordar mi camino. Así que visité la Amazonía, con Juan F., quien juraba que necesitaba encontrar jaguares para recomponer el corazón que había dejado, roto, en su río.
Por la noche nos turnamos para usar la luz y entrar al baño asegurándonos de que no hubiesen tarántulas o ranas venenosas. [Gruñidos de animal] Entre sus árboles supe que era una insignificante puntada en el enorme bordado de Dios.
Él se durmió primero y no se despertó hasta la mañana siguiente.
Y no fue hasta algún punto de la tarde cuando lo vimos.
Era el gran río Amazonas.
Sus aguas eran turquesa, café, negras. Eran un remolino, un espejo perfecto.
Y allí estaban, tal como Keith lo había predicho.
Las olas perfectas.
Eran realmente hermosas.
Una maravilla para la vista.
Necesitaba entrar, experimentarlas lo más rápido que pudiera. Pero a medida que me acercaba, noté algo en la arena. ¿Eran mis gafas para ver debajo del agua? ¿Cómo era posible? Me di cuenta de que estaba en un río, no en el mar, y, sin embargo, allí estaban. Allí estaba la perfección. ¿Cómo podía ser esto? ¿Qué había cambiado? Después de todo, lo único diferente era yo.
Mi búsqueda me había cegado.
Todo este tiempo había estado buscando olas que no necesitaban ser encontradas.
¿Era esa la intención de Keith desde el principio? ¿Arrastrarme por las junglas como una forma de abrirme paso y cambiar mi perspectiva?
De repente, todo mi viaje regresó.
[Suena "Sealed With a Kiss"]
Y con él, todas las olas que había experimentado.
En San Marcos, Las Vegas, Los Ángeles, la Toscana, Italia, Austria, Barcelona.
Y ahí, en el Amazonas.
Todas las olas habían sido perfectas.
Siempre serían perfectas.
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Novena ola
Regresé a casa, a Pereira: mi ciudad entre las montañas de Colombia, llena de energía y con una nueva perspectiva de la vida. Pero no estaba sola. Juan F. me había dicho que me amaba, mientras veíamos un atardecer glorioso sobre el Río Amazonas. Quería ser mi pareja. Y estaba más que feliz de descansar y relajarse conmigo en esa ciudad en la que él también había nacido.
Pasó menos de un mes antes de que me diera cuenta de que tenía que hacer un último viaje.
Tenía que volver a donde todo había empezado: a las olas de La Barra, en el Pacífico colombiano.
Pablo ―mi hermano―, Juan F. y yo fuimos a visitarlas.
Las olas del Pacífico colombiano son oscuras. Traen el color de la tierra. Si te sumerges en ellas, puedes escuchar el canto de las ballenas. O el rumor de que en algún momento estuvieron allí. Pablo flotaba entre ellas, impasible, sin miedo a las corrientes. Yo lo veía, quietísimo, dejándose ir, y pensaba en que nunca quisiera ver su cuerpo sin vida. Pero veía cómo el mar lo reanimaba, una y otra vez, con cada ola. Y volvía a fundirme con ese movimiento esencial de la vida.
Estábamos existiendo juntxs, en ese gran cuerpo de agua.
En ese gran útero compartido.
Juan F. no llevaba mucho tiempo nadando. No había aprendido, como nosotrxs, a aguantar la respiración, a entregarse al descanso ondeante, a desear el agua en los oídos. Pero él había insistido en que era el momento perfecto para entregarse a las olas. Para ensayar los principios de la confianza marítima. Para remontar su jaguar personal. Lo convencimos de dejar en la playa los tapones de oídos. Sabíamos que los iba a perder. Solo insistió en ponerse sus gafas, en que yo también llevara las mías, y en no doblar sus rodillas. Las olas quebraban contra su torso rígido.
No sé si las olas estaban intentando algo con él.
Tampoco sé si las olas estaban intentando algo conmigo.
En el Pacífico, pude ver en mi hermano la misma pulsión que me llevó a mí a buscar la ola perfecta. En él vi esa cuerda tensada entre el deseo y el desapego. Ese fuego de la vitalidad que arde, que quema, y que, en ocasiones, consume. Supe que pronto él iría en busca de sus propias olas.
-¡Hasta pronto, Pab!
-[Suena "Don’t look back in anger"]
Y vi en Juan F. el futuro. El deseo de volver a la piscina. Al agua controlada. Al aprendizaje lento de la confianza.
Las olas me habían regalado una y otra vez su misterio sobre el balance. Sobre el punto medio entre la resistencia y la entrega. Ese día, por primera vez, lo recibí. Y mientras disfrutábamos de los últimos minutos sumergidos en el mar antes del anochecer, una ola se llevó mis gafas.
Dos olas después Juan F. perdió las suyas.
Supe que el mar se las había llevado, de nuevo, en forma de ofrenda.
Hundí la cabeza en el agua todas las veces que pude y le grité al mar que lo amaba.
Supe que mi viaje había terminado ahí.
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Rayos sin fin.
Olas sin fin.
Cuando estás entre las olas
estás vivo,
a salvo en la quietud del calor costero,
acelerando hacia el infinito.
No hay recompensa ni premio.
Nada que perseguir o encontrar.
Ya estás ahí.
Deslizándote por el mar.
Ahí es cuando ocurre la perfección.
Ahí es cuando el tiempo se detiene
y tu corazón se abre.
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