Llueve y escribo
Las primeras gotas de lluvia empiezan a caer, en este día que ha tenido lluvia y sol. El cielo está cubierto de nubes blancas y grises. Cantan los canarios. Ladran los perros. La lluvia gana intensidad y Tocho se acuesta en mis pies.
Este es un momento irrepetible. Si intento atraparlo, se me escapa y no lo disfruto. Si lo disfruto, me quedo en silencio.
La lluvia ha ganado intensidad. Cuando me concentro escucho el sonido que produce al golpear las tejas, el cemento, los ladrillos, el vidrio, las hojas, la canal, los charcos. La misma lluvia produce cientos de sonidos distintos. Hay silencio entre gota y gota.
Escribo esto, rompiendo mi silencio, añadiendo el sonido de las teclas al de las gotas, porque amo el lugar en el que vivo y amo la experiencia de la lluvia. Porque tengo un cuerpo, un corazón, una mente, una experiencia única.
El sonido de la lluvia se hace más rítmico. Hay goteras que marcan el paso del tiempo. Alguien martilla, a lo lejos, como un metrónomo. Pasa un helicóptero.
Escribir de esta manera me alegra. Mi corazón se tranquiliza. Mis sentidos se aguzan. Escribo y soy parte del paisaje que escucho. Escribo y la lluvia y yo somos una.
Escribo sin pensar, solo sintiendo. Pienso las palabras, una a una. No imagino el futuro de lo que escribo, ni el pasado, solo el presente.
Truena. La lluvia ha disminuido en frecuencia y volumen. El cielo está gris, casi por completo.
Podría tener más razones para escribir. Más motivos.
Un trueno duró seis segundos. Cantan los periquitos mientras vuelan.
Escribo y escucho. Escucho y escribo. Presto atención a mi cuerpo. Presto atención a mi entorno. Mi cuerpo puede traducir en un lenguaje compartido con otrxs las cosas que experimenta: la maravilla de la lluvia, de escribir con un lenguaje y un cuerpo, de no tener más motivos.
Escribo como la lluvia: sin pretensiones.
Escribo y las preguntas que antes tenía en mi corazón se responden neutrales. Hay un presente. El presente cambia. Mi perro está acostado, cálido, entre mis pies.
Las preguntas por el futuro y el propósito de mis acciones ceden, naturalmente. Escribir sobre la naturaleza, que es lo mismo que observar, me enseña sobre la cesación de las preguntas por el futuro.
Llueve. Una gotera suena como unos tacones bajando por una escalera infinita. Me duele el estómago.
He acumulado tensión en mi estómago. Esta tensión está hecha de preguntas sin respuesta. ¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? ¿Cómo hacerlo?
La lluvia guarda una memoria, del pasado y del futuro, que no es escenario posible.
La lluvia habla:
Lloverá
durante mil días consecutivos
y se inundará la tierra hasta las nubes
Todos seremos agua
y no habrá, entonces, lluvia
Nos reconoceremos como un solo cuerpo
Lloraremos juntxs
Una lágrima terrestre caerá hasta saturno
y en las estrellas sabrán que despertamos
Las nubes se separarán de los mares
y volverá la lluvia
Y volveremos a pensar que no somos nubes
El mensaje de la lluvia vive en la memoria de lo que existe. Vive en la práctica de la atención. Pasó ayer o pasará mañana.
Llueve delicado. El agua es casi imperceptible para los ojos.
Escribir y prestar atención no tiene un propósito. No tiene un juicio moral sobre el mundo. Representa un alivio, pero no es remedio. No hay enfermedad y no hay cura.
La luz brilla única a cada momento. Y esa unicidad la hace hermosa. ¿Cuándo volveré a ver mi pantalla moverse en esta luz? ¿Cuándo volveré a tener el mismo sabor en mi boca, el mismo olor en mi nariz, las mismas sensaciones en mi piel, el mismo dolor en mi estómago?
Escribo porque tengo curiosidad. De mí misma. De mi entorno. De lo que escribiré. Escribo y practico conocer lo que me rodea. Una y otra vez. Una y otra vez.
Llueven gotas más pesadas, más rápido. Quiero tener un tambor y cantar con lo que me rodea la melodía que tienen las notas de la lluvia: las notas de la percusión, las notas de la caída.
Escribo. No estoy separada.
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