Maya Angelou y cómo narrar la infancia
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En el 2019 escribí un poema que empezaba así: Fui / Durante mucho tiempo / Un pájaro enjaulado. Y seguía: Asustada, guardaba mis alas en un rango mínimo, / ponía mi cabeza entre mis rodillas / e intentaba no hacer ruido. // Un buen día, / cuando se fue el guardián de mi jaula: / el castigador y culpable / de mis pequeños mugidos de incomodidad, / salí / por primera vez en mucho tiempo. // Confundida, / asustada, // probé mis ojos, probé mi voz, probé mis alas. / Vi que los bordados que les había hecho a oscuras / eran hermosos // y canté. // Pero al probar mis piernas / me doblé. // “La columna”, me dijeron. // La columna. // “¿Pasa mucho tiempo en la misma posición?” // Agachando la cabeza / con vergüenza // pájaro escondido / asistente de mago // entendí que sí.
Por eso, cuando vi el título de la novela de la escritora Maya Angelou “Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado”, supe que la tenía que leer.
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Maya llegó a mi vida por recomendación de Pablo, librero de la hermosísima Librería Savia ―y mi librero de confianza. Me mostró el libro después de haberle pedido recomendaciones de escrituras de mujeres que no se pudieran categorizar: que no se pudiera saber si eran poesía, ensayo o novela. Cuando lo sacó del estante me dijo que a él le había gustado mucho. Y me dijo que pensaba que yo también lo podía disfrutar.
No se equivocó.
Poco después de comprarlo me encontré atrapada ―felizmente atrapada― en ese remolino de lectura que crean las buenas historias cuando responden a una pregunta que ha crecido en el corazón como un río caudaloso.
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Durante el 2019 escribí, por lo menos, otros 30 poemas sobre el dolor y los pájaros. Dediqué ese año completo a recuperarme de la peor crisis de dolor físico que he experimentado. Tenía una hernia discal activa que me producía un dolor ardoroso que empezaba en la espalda baja, se irradiaba a mi pierna derecha y me contraía la espalda alta. En ese tiempo, la escritura fue mi refugio y mi sostén.
A través de esa colección de poemas, a la que llamé “Conversaciones con mi dolor”, exploré la raíz de mi sufrimiento físico. Me di cuenta de que su origen tenía una locación: mi casa; un tiempo: la infancia; y unos personajes: mi familia.
En ellos escribí, sin saberlo ni desearlo, un libro de poemas que habla sobre la violencia intrafamiliar.
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“¿Cómo narrar la infancia?” es una pregunta que serpentea por todo mi cuerpo como un río.
Y cuando leí a Maya Angelou sentí que estaba encontrando desembocadura.
Su libro cuenta la historia de su infancia, que transcurre entre la zona rural de Arkansas ―el lugar en el que vivía con su abuela (la Yaya), su tío Willie y su hermano Bailey en una comunidad de afroamericanos― y Los Ángeles ―lugar al que habían migrado su mamá y su papá, y al cual llegan ella y su hermano a descubrir a sus padres, y al mundo por fuera del cobijo de la Yaya.
Cada uno de los 36 capítulos es una narración hermosa de una escena de la vida infantil.
Cada escena se desarrolla en un espacio particular: la tienda de la casa, la escuela, la iglesia, el tren, la habitación, la sala, el hospital, un depósito de chatarra,... Y Maya dibuja estas locaciones con cuidado e intencionalidad. Al tejerse juntas crean un paisaje en el que se trenzan preguntas por la racialización de los espacios públicos y privados. Y crean ambientes en los que todo puede pasar: el amor, la violencia, los juegos, la traición, la duda,... todo. Así que son espacios amplios ―al menos simbólicamente― y se nota que fueron vistos y recordados con ternura y delicadeza.
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En ese libro de poemas escribí mucho sobre mi casa. Dije de ella: Antes / en esta casa todo era blanco // Cuatro paredes blancas / cercaban cualquier habitación / de ese espacio indivisible, / totalmente uniforme // El techo y el piso / también eran blancos / y las puertas del blanco de las puertas: / café madera // Antes / solo había arte religioso; / ángeles, vírgenes y cristos / decoraban las paredes; // todos los centros de mesa eran / prudentes, coleccionables, frágiles / caros // Antes / el único ruido permitido después de las nueve / era el silencio // Antes / ese paisaje monástico / intrusivo y obligatorio / no me parecía violento.
También escribí: En esta casa / siempre hubo orquídeas sin flores / y una piedra para macerar decorativa / al lado de la puerta.
Cuando terminé de escribir estas descripciones tuve que agradecerle a mi casa. Fue la locación de las noches oscuras, de las noches de gritos, golpes y puertas rotas. Aún así, nos permitió dormir todos los días bajo un techo. Nos protegió. Nos dio un lugar para existir.
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Además de espacios físicos, en cada escena de Maya también hay personajes.
La Yaya, una mujer fuerte, grande, religiosa, anticuada e inteligente, que cuida de sus nietos y es un pilar de su comunidad. El tío Willie, un hombre hemipléjico, duro, noble, silencioso, que desea que su condición no se note. Bailey, el hermano presente, protector, aventurero, que crece para convertirse en un adolescente complejo, influenciable y enamoradizo. La madre, Vivian Baxter, una mujer independiente, hermosa, “muy mala madre de una niña y muy buena madre de una jovencita” (en palabras de Maya). El padre, un hombre altísimo, de un humor punzante, desentendido, poco empático y tremendamente carismático.
Y tantos más. Todos igual de hermosos. Igual de complejos.
Es difícil amar u odiar completamente a cualquiera de los personajes de Maya. Ella los retrata utilizando todos sus sentidos. Pero, sobre todo, los retrata desde sus acciones. Y las acciones humanas ―complejas, motivadas, historiadas― son espejos claros de la fragilidad de nuestra identidad e intenciones.
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En el transcurso del tratamiento para el dolor lumbar, que consistió, sobre todo, en sesiones de meditación, yoga y terapias alternativas, me di cuenta de que mi hernia discal estaba hecha de tristeza, angustia y resentimiento.
Cerraba los ojos y veía en mi hernia las noches de angustia, y el miedo que me habían dejado instalado en el cuerpo; las escenas de negligencias y abandonos que viví con quienes debieron haber sido mis cuidadores principales; los refugios que me construí literal y emocionalmente para escamparme de la lluvia de insultos, peleas, amenazas y abusos que llovían por todas partes; y la inestabilidad e inseguridad, con su sensación hermana de nunca estar en paz ni en casa, que vino de haber vivido en lugares en los cuales la violencia era la norma.
Todo ese año tuve que llorar ―y de hecho todavía sigo llorando― el sentimiento resultante de orfandad, la sensación de que haber vivido lo que viví fue un castigo, y el insidioso pensamiento de que soy una constante obra de caridad.
Pero he crecido. Y me he dado cuenta de la humanidad de las personas que me rodearon. Antes los nombraba como Guardianes de jaulas, Monstruos, Polillas, Espinas,.. pero ahora puedo ver sus complejidades, sus preguntas. Sus cambios. Y con eso su luz, su belleza y su amor.
Mi casa ya no es la misma de ese entonces.
Yo no soy la misma de ese entonces.
Y en el proceso de reconocer mi propia, frágil, humanidad ―en el proceso de crecer―, se ha caído, lágrima a lágrima, mi dedo señalador.
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En los 36 capítulos escritos por Maya también hay acción, acontecimiento, evento. Leerlos emociona y envuelve.
Hay escenas que se quedaron clavadas en mi memoria. Pienso en ellas y las quiero releer, y me dan ganas de llorar pensando en lo increíblemente bien escritas que están. Las recreo en mi mente y le agradezco a ese universo sensible que me dejó entrar en él, y me hizo parte del día que Maya se graduó de la escuela; la noche que manejó el auto de su papá, sin saber manejar, hasta la frontera de México; el día que unas niñas blancas le mostraron su ropa interior a la Yaya y ella no se movió ni un milímetro; la tarde que Maya “perdió” su “virginidad” con un chico de su cuadra; el día que tuvo que ir al dentista por un grave dolor de muelas; la mañana en la que el esposo de su mamá abusó de ella; el día que su mamá les invitó a una fiesta privada y les enseñó a bailar; la temporada que vivió en la calle, con otros jóvenes, durmiendo en carros que estaban para convertirse en chatarra; el momento en el que se enteró que estaba en embarazo.
Tantas historias increíbles. Tantas escenas memorables.
A pesar del dolor que las atraviesa, quisiera quedarme en el cobijo de sus historias. En la forma en la que Maya las narra.
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Últimamente ha aparecido en mi vida la necesidad de escribir las historias de mi infancia. De mi familia. Y de la violencia. Pero pienso en sentarme a escribir y siento el tirón en los tobillos, y las voces familiares que me gritan que debería cambiar de tema, y pasar la página.
Aún así, siento que no es una elección que pueda hacer. Mi corazón y mi cuerpo ―y todos los misteriosos movimientos del universo― apuntan hacia un mismo lugar. Y el deseo de narrar mi infancia no me abandona. No cede.
“¿Cómo hacerlo?”, entonces, es una pregunta que me aprieta como una serpiente hambrienta, o como un remolino de río crecido.
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Maya aparece como un faro también en sus poemas: Nosotres, no acostumbrades a la valentía / exiliades de la delicia / vivimos enroscades en los caparazones de soledad / hasta que el amor sale de su alto santo templo / y se hace visible / para liberarnos a la vida. // El amor llega / y en su tren vienen éxtasis / viejas memorias de placer / antiguas historias de dolor. // Pero si somos valientes, / el amor quiebra las cadenas del miedo / de nuestras almas. // Somos destetades de nuestra timidez / En el resplandor del amor / nos atrevemos a ser valientes / Y de repente vemos / que el amor cuesta todo lo que somos / y todo lo que será. / Aunque únicamente el amor / nos puede liberar.
En sus palabras encuentro el valor, la valentía. Tengo en el centro de mi existencia un compromiso lleno de fuego, de amor, y más despierto que nunca: un compromiso de compartir lo que tengo, que son sobre todo palabras e historias. Para darle nombre al dolor. Para apalabrar la maravilla que implica estar vives. Creo que si todes ponemos de nuestra parte, el sueño de habitar un mundo centrado en el amor, la dignidad y el respeto, en el que todes ―también les niñes― vivamos segures, libres, y en hogares sin violencia, se puede hacer realidad.
Maya, y su campanazo, me recuerda que la hora del amor ha llegado, y me libera de esa prisión de la mirada de los otros ―que a veces me llega como un puñal al corazón―: de la sensación de que lo que hago nunca será lo suficientemente bueno ni lo suficientemente justo.
Me invita a escribir.
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Lo admito: he sentido miedo de apalabrar ciertas experiencias. Siento que apenas he podido contarlas escampada en la poesía: en sus símbolos y sus líneas cortadas. Pero ahora, de la mano de Maya, quiero cuidar de sus narraciones. De mi infancia. Quiero volver a ver con amor sus eventos, personajes, escenarios. Arrullarlos a mi manera. Devolverles mis palabras.
Maya también pensó primero en poemas. Y escribió: Un pájaro libre se trepa / en el lomo del viento / y flota río abajo / hasta que la corriente desemboca / y moja su ala / en los rayos naranja del sol / y se atreve a reclamar el cielo. // Pero un pájaro que acecha / por su estrecha jaula / rara vez se puede ver a través / de sus barrotes de rabia / sus alas fueron recortadas y / sus pies están atados / entonces abre su garganta para cantar. / El pájaro enjaulado canta / con un trino temeroso / de las cosas desconocidas / pero todavía anheladas / y su melodía es oída / en la colina lejana / porque el pájaro enjaulado / canta de libertad. //
Es tiempo de las palabras.
Es tiempo de las historias.
Es tiempo de desembocar.
Yo también quiero poder decir: Ya sé por qué canta el pájaro enjaulado.
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Pd: Por supuesto, no te puedo dejar de recomendar lo suficiente este libro maravilloso de Maya Angelou. Si tienen interés o preguntas por la infancia, por la vida, por las cuestiones de raza,... ¡o por el arte de contar historias!, este libro te va a gustar. Puedes conseguirlo en muchas librerías, pero te recomiendo apoyar a lxs librerxs independientes de tu ciudad.
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